¿Por qué castigar a todos los conductores en vez de hacerlo únicamente a quienes provoquen daños, lesiones o la muerte de terceros?
De acuerdo con cifras oficiales, en todo México durante 2005 ocurrieron casi 17 mil muertes que fueron producto de accidentes automovilísticos. Este número de muertes supera sobradamente al número de muertes que de manera conjunta son provocadas por varios tipos de cánceres, como pueden ser el de mama, el cérvico-uterino y el de hígado.
Un gran número de esas muertes son causadas por conductores en estado de ebriedad. Una estimación de las muertes en 2005 por dicha causa para el área metropolitana de Monterrey indica que serían casi tres por semana. Obviamente es preocupante que conductores ebrios pierdan la vida en un accidente causado por su misma imprudencia, pero más triste y lastimoso para la sociedad es que los muertos sean personas inocentes que incluso pueden ser los mismos familiares de esos conductores u otros conductores sobrios. Es aquí donde existe una justificación para la intervención del Gobierno.
Recientemente, se ha desatado una polémica en relación a las modificaciones que, de nueva cuenta y en un periodo muy corto de tiempo, se han realiza- do al reglamento de Tránsito de Monterrey. El arresto de por lo menos ocho horas ya no es obligatorio y puede conmutarse con el pago de una multa que puede ir desde 50 hasta 600 salarios mínimos, siendo esta última la denominada “megamulta”.
Existe alguna evidencia de que una mayor severidad de los castigos se traduce en una menor incidencia de accidentes causados por conductores bajo los efectos del alcohol. Lo anterior querría decir que, cuando los castigos son severos, es más probable que las personas que planean tomar en exceso consideren evitar conducir después, para no ser cachados y sancionados.
Sin embargo, son las penas reales –y no las máximas– las que debemos tomar en cuenta a la hora de me- dir los verdaderos costos que enfrentan los conductores. Bajo esta premi- sa, el verdadero costo que enfrentará un conductor regio después de haber tomado en exceso no es otro que la famosa “mordida”, y no la multa o el encarcelamiento, porque mientras haya para la mordida, generalmente habrá un agente de tránsito piadoso que esté dispuesto a aceptarla.
Entonces, el problema de las mordidas no es simplemente el acto de corrupción en el que participan los involucra- dos, sino que el monto de la mordida, el cual se determina tomando como referencia el valor de la multa y/o el encarcelamiento si lo monetizamos, se convierte en el verdadero costo.
En resumen, es el costo de la mordida (200, 500, 2 mil pesos, etc.) y no la multa (hasta 29 mil pesos) lo que real- mente tomará como referencia el conductor para decidir si le conviene emborracharse y conducir, corriendo el riesgo de ser cachado.
Es probable que al eliminar el encarcelamiento obligatorio, disminuya también el costo de referencia para de- terminar el monto de la mordida, pe- ro de todos modos siempre habrá una grúa a la vista que servirá como elemento disuasorio para evitar colaborar con el tránsito.
Y es que otro punto negativo que se aprecia en los operativos regios antialcohólicos es la discrecionalidad (por llamarla de algún modo) con la que actúan los agentes de tránsito. Aunque tomar una cerveza no sería suficiente para ser legalmente ebrio, basta decir “tomé so- lamente una, oficial” para empezar con el viacrucis.
Es aquí donde cabría preguntar- se: ¿por qué no castigar únicamente y de forma extremadamente severa a los conductores ebrios que efectivamente provocan daños o incluso la muerte de otra persona? ¿Por qué castigar a todos los conductores, incluso a los no ebrios, que por miedo o desconocimiento pagan mordida?
La respuesta a lo anterior es que la regulación ex ante (operativos antialcohólicos) es una mejor opción cuando falla la regulación ex post (aplicación de la ley por delitos graves, como ocasionar muerte imprudencial). Desafortunadamente, éste es el caso regio y el mexicano en general.
En México, el castigo por muerte imprudencial por conducir en estado de ebriedad no siempre sirve para disuadir a los conductores de no tomar en exceso, ya que el dinero y un buen abogado son suficientes para librarla. De igual manera, poco importa si el castigo por conducir ebrio es una megamulta o incluso el encarcelamiento, ya que generalmente habrá un agente de tránsito dispuesto a aplicarle un gran descuento a la sanción de ley.
En resumen, el problema, como siempre, es que la ley no se aplica, y mientras esto ocurra, poco importan las modificaciones a los reglamentos y a las leyes.
Victor Chora
Maestro en Políticas Públicas
Publicado en periódico EL NORTE el 28 de marzo de 2007
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